El funesto 15 de abril, estamos todos impactados por las imágenes del fuego devorando una catedral. Y no una cualquiera: la de Notre-Dame de París, una de las más bellas, de las más antiguas y de las más simbólicas del mundo.
La catedral de Notre-Dame es uno de los primeros y más hermosos edificios góticos del mundo. Se comenzó a mediados del siglo XII (1163), cuando en la mayor parte de Europa aún se construía según los cánones románicos, y se terminó, en lo esencial, casi doscientos años después.
Hoy lloramos los hombres libres; porque fueron nuestros predecesores, los “franc-maçons” de la Edad Media, quienes levantaron ese airoso prodigio de piedra, madera y vidrio. Entre aquellos maestros masones estuvieron Jean de Chelles y Pierre de Montreuil. Fue la época dorada de las catedrales: las innovaciones técnicas del gótico permitían levantar edificios de una altura inimaginable tan solo unas decenas de años atrás, y reflejar así una espiritualidad que llevaba siempre hacia arriba, hacia lo alto, hacia la Luz. Eso lo conservamos intacto los masones de hoy, que ya no construimos catedrales sino personas.
Solemos decir los masones que “nada muere”. El fuego ha arrasado en muy pocas horas lo que costó siglos levantar, pero Notre-Dame es uno de los símbolos de Europa, de la cultura europea, y una de las glorias artísticas de Francia. No morirá, a pesar de las dolorosísimas imágenes de la caída de su aguja central. Hoy es posible volver a levantar con toda exactitud lo que se llevó el fuego, como vimos en los incendios de la catedral de León (1966) y del castillo de Windsor (1992).
Hoy estamos todos desolados por las terribles heridas que el fuego ha abierto en uno de los edificios más bellos del mundo, y al que los masones queremos de una manera singular. Pero nada muere. Los símbolos no mueren. La sabiduría, la fuerza y la belleza prevalecen. Notre-Dame resurgirá de sus cenizas del mismo modo en que se levantó hace novecientos años: con la ayuda de todos.
Solo hay que ponerse a trabajar.